¿Por qué se dice educación en valores y no enseñanza de los valores?
Porque los valores no se enseñan ni se explican; los valores se viven y se practican y se ubican en el ámbito de lo vincular.
Como ha dicho Max Scheller, los valores son entidades irreales, -pues no tienen existencia independiente de los bienes que los sustentan-, pero no puede decirse que sean ideales. Pues no son ni ideas ni conceptos. Los conceptos se explican y se entienden por vía racional, mientras que los valores se captan por vía intuitiva y emocional. Nadie puede explicar la belleza con palabras o argumentos; la belleza se percibe, se intuye, se disfruta y se experimenta mediante ella una peculiar emoción.
Cuando se habla de educación en valores subyace la alusión a valores éticos y no estéticos o de otro tipo. Y bien: los valores éticos se viven y se practican; la educación en valores consiste en un clima especial que se genera en el seno de un grupo humano. Así como se habla del “clima institucional” que caracteriza a un centro educativo, también puede decirse que la educación en valores está dada por un determinado clima áulico, y por el vínculo que se ha generado entre los integrantes del grupo.
El respeto y la tolerancia por las diferencias no es algo que deba ser explicitado; los niños lo internalizan subliminalmente; lo sienten en carne propia, así como pueden sentir –sin necesidad de mayores explicaciones- el rechazo, el autoritarismo o la discriminación.
La educación en valores, comienza entonces, sin dar explicaciones ni consejos ni mucho menos “lecciones de moral”. Esto no quiere decir que no puedan discutirse o comentarse situaciones en las que pueda hacerse explícito lo que está implícito; pero de nada servirán por sí mismas si lo fundamental que es la práctica viva de los valores de convivencia, no se da efectivamente.
La educación en valores comienza en un aula en la que cada niño se siente respetado, y aceptado tal cual es. En esto –obviamente- quien tiene la responsabilidad es el adulto. Este será quien -desde el vamos- deberá instalar ese especial clima de respeto al ver a sus alumnos como personitas todas diferentes, pero todas iguales en su necesidad de afecto, de aceptación, de respeto.
El aula es como un recorte de la realidad, en el cual los antecedentes familiares deberían quedar afuera; cada niño es uno –y único- que debe valer por sí mismo y debe ser nombrado por su nombre de pila. Así, cada uno mostrará sus cualidades, sus peculiaridades, y pronto aparecerán el juguetón, el bromista, el tímido, el más rápido en matemáticas, el que no se concentra, el que siempre pide ayuda, etc.
Todas estas particularidades deberían ser vistas y vividas por el docente sin drama y sin culpabilizar el niño con reproches o calificativos desagradables; el docente debería preguntarse “cómo puedo ayudar a que se concentre” en lugar de hacerle sentir su desagrado, su rechazo o su frustración por no poder revertir la situación
Y fundamentalmente deberá sentir que ese “distraído” tiene además, otras cualidades que lo hacen querible y que posibilitan que se entable una buena relación con él.
Los valores se internalizan a edad temprana, pues subyacen a las pautas de relacionamiento entre los integrantes de un grupo. Son el sustento del vínculo.
Y el niño será lo que haya vivido: solo quien fue respetado podrá respetar a los demás. Como dice Olga Berreta de Ihlenfeld:
“Se acepta universalmente que el niño merece respeto, pero por lo general no pasa de meros vocablos. Con algunas ligeras variantes de forma, la disciplina sigue siendo, salvo honrosas excepciones, de afuera hacia adentro, es decir, heterónoma y no autónoma, siempre en última instancia, impuesta. Sin demasiado margen para la libertad creadora del individuo, sin mucho espacio para la alegría de vivir. La verdadera práctica de la libertad exige cambios en profundidad.”[1]
Esto tiene particular importancia, pues creemos que la educación en valores, la tan nombrada “educación en valores” solo puede realizarse si invertimos los términos de la ecuación: educar en valores no es exigir respeto sino darlo.
Ana Freud, por su parte ha dicho que cada niño cuando ingresa a la escuela “bajo el peso de la educación, ha sufrido grave angustia y se ha sometido a tremendas modificaciones; así, pues, grabado por ese pasado, hállase lejos de ser una página en blanco”[2]
Esta autora enumera los efectos de las prohibiciones que la educación impone al niño, y afirma que “el psicoanalista llega a conocer a la educación bajo su faz menos favorable, convenciéndose que la pedagogía equivale poco más o menos, a matar gorriones a cañonazos” (Op. Cit.)
Y si esto lo confrontamos con nuestra experiencia docente, en materia de disciplina, hecha de ensayos y errores y de la adopción de modelos empíricos transmitidos de generación en generación, derivados de la psicología o de nuestras defensas inconscientes, vemos que en la escuela se planifica todo menos la disciplina.
Son muchos los factores que inciden en los “problemas de conducta” que cada maestro debe resolver en su clase. Algunos proceden de perturbaciones profundas de la personalidad infantil, causadas por falta de afecto o aceptación en el hogar, otras pertenecen a la internalización de códigos de convivencia carentes de respeto; pero también debemos recordar que en el vínculo con el docente está también pesando la personalidad de éste, sus propios motivos inconscientes y su capacidad para relacionarse con los demás.
Por eso todo comienza con el afecto. Muchos psicólogos como Ch.Bühller, Wernicke, Max Marchand señalan que el afecto del hogar es el determinante del sentimiento de seguridad. Y es la seguridad una de las necesidades básicas que deben ser satisfechas para la salud mental de los individuos.
Como dice Olga Berreta de Ihlenfeld:
“El afecto ha de aportar alegría al alma del educando, diciéndole aún sin palabras: ‘tú eres un ser valioso; yo, tu maestro te necesito para vivir feliz. No te pido que te portes bien, quiero que entiendas qué conductas te ayudan y cuáles te perjudican; deseo que desarrolles tu capacidad de darte, tu capacidad de amar’. Este afecto da seguridad y apoyo, actúa como un sedante aliviando las tensiones y preocupaciones del niño y mostrando persistentemente que la vida es buena y es hermoso vivirla”.
La educación en valores apunta a mejorar la convivencia entre los seres humanos, una convivencia signada por el respeto, la tolerancia, la solidaridad y todos los valores que ayudan a esta.
¿Por qué debemos ser tolerantes o solidarios?
Simplemente porque nos gusta que los demás sean tolerantes y respetuosos con nosotros.
Y –aún sin saberlo- el niño aprenderá aquella vieja fórmula kantiana que dice “obra de tal manera que tu máxima sirva como principio de legislación universal”, lo cual no significa ni más ni menos que preguntarse “¿qué pasaría si todos hicieran lo mismo que yo?” Si yo miento deberé esperar que me mientan, si yo robo deberé esperar que hagan lo mismo conmigo; por lo tanto, porque no queremos que abusen de nosotros, porque no queremos que nos maltraten, deberemos darle a los demás el trato que queremos recibir.
Sin duda que el niño será lo que le haya tocado vivir: si fue respetado aprenderá a respetar, si ha sentido la solidaridad ajena será solidario, y así y sólo así podremos educar en valores: comenzando por nosotros mismos. De nada servirá que enseñemos a no mentir si el niño nos oye mentir para salvarnos de una situación difícil; y cuando lo vemos burlarse o abusar de los más chicos, deberemos pensar que no hace sino repetir lo mismo que hacemos con él cuando lo mandamos que haga el mandado que nosotros no queremos hacer, o cuando lo obligamos a recitar o bailar lo que a nosotros nos daría mucha vergüenza hacer.
Quizá el primer paso sea descentrar la noción de respeto tradicional vertical y ascendente según la cual el niño debe respetar a sus mayores y estos a sus jefes y superiores jerárquicos. Este respeto deberá ser reemplazado por otro que se verifica en una dimensión horizontal, y que se extiende a todos, porque todos nos lo merecemos en tanto seres humanos.
Pero para eso será necesario que el niño perciba que el docente realmente respeta tanto al Director de la Escuela como a la persona que la mantiene limpia, que cada niño sienta que él es respetado tanto como lo es su padre…
Sólo así estaremos empezando a educar en valores, ofreciendo a los niños una perspectiva diferente o una opción alternativa al abuso que muchas veces sufre en carne propia solo por ser “chico”.
Por otra parte, Vygotskii ha dicho que la educación se verifica en la zona de desarrollo próximo, y que mediante la ley de la “doble formación” durante muchos años el niño disfruta de una conciencia que le es impropia, pues es compartida con el mundo adulto. Esa conciencia compartida está integrada, entre otras cosas por los preceptos morales que integran el código ético del mundo adulto en el que el niño está inserto.. Esas normas serán internalizadas paulatinamente, hasta formar parte de la “zona de desarrollo real”. Recién entonces, su conciencia moral se habrá consolidado.
Según Piaget, el egocentrismo es una característica del pensamiento infantil. Este egocentrismo se define como la incapacidad de percibir puntos de vista diferentes al propio. Así como el niño no puede imaginar cómo se vería el espacio inmediato que lo rodea, visto desde otra perspectiva, por un observador que mirara desde otro lugar, de la misma forma, le resulta imposible percibir el vínculo con los otros, desde la perspectiva del otro. Esta incapacidad para ponerse “en el lugar de los demás” es lo que dificulta en el pequeño la generosidad, la renuncia, el altruismo. Vemos entonces, cómo los valores éticos dependen también de la madurez emocional y afectiva de los seres humanos. El niño no es capaz sino hasta los seis siete años de librarse paulatinamente de este egocentrismo que dificulta una percepción correcta de la realidad.
Lamentablemente, el mundo está poblado de adultos que parecen no haber madurado emocionalmente lo suficiente como para ser solidarios, generosos, altruistas.
La tenencia de mascotas es una excelente oportunidad para educar en valores. Cuando el niño se acostumbra a respetar la vida en sentido genérico, dándole al animalito la alimentación adecuada, el trato adecuado y el espacio adecuado, seguramente aprenderá a respetar la vida humana, la ancianidad o la discapacidad.
Y es también una excelente oportunidad para que aprenda a hacerse responsable, a limpiar lo que el animal ensucia, a alimentarlo regularmente, etc.
Algo que debemos considerar es que el afecto dado al niño y el respeto por él no significa en modo alguno no poner límites. Todo lo contrario. El niño necesita límites porque no los tiene: su autocontrol es débil y falla muchas veces, su noción de lo que debe hacer no siempre es más fuerte que lo que desea hacer. Pero los límites –que son un acto de amor y protección- jamás deberán ser vistos como una elección antojadiza del adulto; ni tampoco como un acto de crueldad. Quien pone límites que prohíben cosas por el bien del niño, lo hace de buen modo y con firmeza, dando razones y argumentos. Cuando el adulto está convencido, no deberá dudar ni flaquear, ni dejarse convencer por berrinches, llantos o pedidos insistentes. Pero en un grupo escolar, además, los límites deberán ser aclarados, negociados y explicitados previamente: todos los niños sabrán a qué atenerse; nada puede quedar librado a la discrecionalidad del maestro ni mucho menos a su estado de ánimo. El miedo no es respeto; el abuso de autoridad genera mucha rebeldía y rabia contenida, y en modo alguno es bueno.
Otro aspecto a tener en cuenta, es que el sentido del humor favorece enormemente los vínculos humanos: la risa compartida acerca. El maestro que disfruta junto a sus alumnos de situaciones cómicas está muy cerca –afectivamente- de ellos. Pero la risa deberá ser realmente compartida; cuando hacemos un chiste y alguien no se ríe es porque le resultó desagradable y, porque se siente quizá agredido y la risa ajena es interpretada como una burla. Por eso habrá que tener especial cuidado en que nadie se sienta de ese modo.
Finalmente, debemos tener en cuanta que la educación en valores no es actividad que arroje sus frutos al instante: es una tarea que lleva mucho tiempo y que muchas veces se estrella contra una realidad extraescolar adversa.
Sin embargo, deberemos pensar que un año vivido en una clima de buena convivencia, en un grupo donde pudo ver y vivir otro vínculo con los demás no habrá sido en vano; aquel docente que le enseñó a respetar con el ejemplo, aquel docente que inspiraba confianza quedará como un referente, como una opción diferente en su memoria la cual podrá recuperar y a la cual podrá recurrir en algún momento de su vida.
Bibliografía:
“Qué son los valores” Rissieri Frondizi.
“Introducción al psicoanálisis para educadores” Anna Freud
“Disciplina autónoma” Olga Berreta e Ihlenfeld.
[1] Berreta de Ihlenfeld, Olga. “Disciplina autónoma” (Ediciones Rosgal. Mdeo. 1991.)
[2] Freud, Anna. “Introducción al Psicoanálisis para Educadores”.(Edit.Paidós. Bs.As. 1971.)Agregar propuestas de actividades para realizar en el aula (cuentos, debate, asamblea, dramatizaciones,etc.)
lunes, 1 de septiembre de 2008
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